Como yo misma soy editora, fascinada no solo por el trabajo, sino por las intrigas de pasillo, les pongo este interesante post sobre el oficio, que tomé del blog Verba volant, scripta manent, aquí les dejo el enlace. Una editora cubana, Denise Ocampo, también me mostró una vez hace un tiempo un excelente trabajo: "La insoportable invisibilidad del editor", parodiando el título de Kundera, que intentaré encontrar y postearles.
Haré una aclaración que me parece imprescindible: el buen editor no debe verse, o sea, no debe ser percibido por el lector, para que entre otras cosas no se rompa el "contrato de verosimilitud", imprescindible para la ficción. No se habla en este artículo sobre esto, sino sobre la imperdonable costumbre de obviar la figura del editor en los créditos de los libros. Mi nombre aparece en los más de 100 títulos en los que he trabajado directamente junto al autor: este mal no ha llegado, y confío en que jamás llegue, a la industria editorial cubana.
El editor
es una figura profesional invisible para el lector; este solo ve al autor, a
menudo también al traductor, y comprueba que alguien debe imprimir el libro
pero no suele reparar que detrás hay un equipo de profesionales subidos a un
andamiaje coordinado por el editor.
De jovencito
leí mucho los cuadernos de Mafalda editados por Lumen. En la penúltima página
siempre aparecía la imprenta. Yo tenía entonces la sensación que entre Quino y
el señor de la imprenta se lo cocinaban todo, siendo la editorial una mera
fachada comercial. Puede que con Mafalda la cosa funcionara exactamente así –afortunadamente los
bocadillos exhibían sus argentinismos intactos– pero con la inmensa
mayoría de los libros siempre había alguien en la sala de máquinas, alguien que
nunca subía a cubierta.
Hace unos
días, en un interesante debate en el hilo de comentarios de uno de los últimos
artículos de la
Patrulla de Salvación, la Sargento Margaret dijo que el
editor debía seguir oculto y sin aparecer ni en la portada ni en la página de
créditos de los libros. Opino lo contrario: la invisibilidad está en la raíz
de algunos de los problemas de la edición profesional. Esa invisibilidad es
inimaginable en otras industrias que se dedican a contar historias: en los
títulos de crédito del cine aparece el nombre del extra más insignificante,
del becario más torpe, incluso el nombre de ese actor de tercera desaparecido
en el montaje final por caprichos del director o limitaciones de metraje. Lo
que en un libro cabría en media página en el cine necesita de minutos, muchos
minutos. El tiempo es muy caro en el séptimo arte, mucho más caro de lo que el
papel siempre ha sido en la edición, pero mientras en el cine se nombra
incluso a los que no salen, en el libro se esconde a actores clave del
proceso. Es industrialmente incomprensible.
No creo que
sea un alarde de discreta modestia; entender el trabajo editorial como un sacerdocio
intelectualmente superior es oscurantismo snob.
También podría ser simple inercia: el editor profesional aparece en el siglo
XVIII –antes no existía y se imprimía todo a pelo– y suele ir asociado al de
librero e impresor, un lujoso 3 en 1 que será la delicia de los directores
financieros cuando se den cuenta que un buen editor de mesa bien digitalizado
es capaz de hacer las tres cosas. La labor editorial se separó de la industrial
durante el siglo XIX, aunque su emancipación total no llegó hasta el XX. Este
accidente causado por la genealogía de la profesión no puede ocultar la
desidia: nadie se ha preocupado de mostrar ante el público el valor añadido que
el editor aporta al libro. A los empresarios del libro nunca les importó y a
los grandes editores de culto el reconocimiento del populacho debía parecerles
poco decoroso e incluso embrutecedor. Entre medias, legiones de editores
subalternos sólo recibían el reconocimiento de un salario mediocre. Hoy todo
sigue igual.
¿Qué más da
que nosotros glosemos la onanista importancia del editor si nadie más la
percibe? ¿Cómo queremos que el lector aprecie la importancia de la edición si
no trasciende ni el proceso ni sus actores? En una cruel ironía ha aparecido un
nuevo personaje en los créditos de los libros: hoy en los ebooks, en vez del
impresor, vemos al conversor digital, un parásito tecnológico que se
aprovecha de la inmadurez industrial del ramo que, en vez de darle la vuelta a
su proceso productivo, lo parchea para seguir navegando en un barco que achica
cada vez más agua.
El problema
se hace extensivo a otros muchos profesionales: al traductor no siempre se le
trata bien, aunque suele aparecer en los papeles; los lectores profesionales y
los comités de lectura son casi una logia secreta; los correctores ortográficos
y de estilo no aparecen si no les retratan sus inevitables errores y entonces solo
pensamos en ellos como entes abstractos; el director editorial aparece en
medios más o menos especializados para hacerse la foto con los autores de
relumbrón pero nada sabemos de su labor; el editor de mesa anda perdido en
montañas de correcciones, de capítulos enteros reescritos, de tardes de
discordia y psicodrama con autores heridos en su orgullo. A los negros[1]
literarios se les trata casi tan mal como a sus trasuntos de plantación del
siglo XVIII, a diferencia de sus primos anglosajones, que disfrutan de cierta
relevancia y consideración; no por casualidad fueron los primeros en abolir la
esclavitud.
Quiero
saber quién recomendó la publicación del libro que estoy leyendo, incluso el
por qué; quién lo editó y hasta qué punto es también suya la autoría de lo
publicado; quién llevó a cabo las correcciones; si hubo el concurso o no de
negros, especialmente cuando quien firma es un famoso de reconocida cortedad de
entendederas. Quiero saber todo esto, y más, por dos motivos: para pagar más a
gusto lo que leo y para atribuir los aciertos a quien corresponda. Para que
cada palo aguante su vela.
[1] Negro, en el argot
editorial, es el editor al que se paga para escribir la obra cuando el autor no
cuenta con conocimientos literarios suficientes. Es muy frecuente en las
memorias, por citar un ejemplo.
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