domingo, 25 de noviembre de 2012

Aviso III


Lecturas de tabaquería, patrimonio cultural de la nación



Los behiques de los indios en sus bohíos o en las grutas de las montañas, cuando había un temporal, no solo descubrían los hechizos del tabaco en fantásticas humaredas o las supuestas propiedades medicinales, o la fórmula para alejar los insectos. Alrededor de ellos, silenciosos estaban los demás indios, posiblemente bebiendo de la sabiduría general y de su sacerdote o respecto a la irrupción  alevosa de los conquistadores en sus predios…
Qué lejos estaban entonces de lo que podía ser una realidad cultural futura, un modo de trasmitir conocimientos: la lectura en las tabaquerías a partir del siglo XIX. Habrían transcurridos trescientos años. Para esta fecha había un lector que insuflaba cultura y contribuía, además, a la organización que condujera a los cubanos a conquistar su independencia. Ahora, quinientos años después, esa labor de difusión creada en las tabaquerías, acaba de adquirir el rango de Patrimonio Cultural de la Nación.
José Martí, encontró en los ilustrados cubanos, tabaqueros emigrados en  Tampa, Ibor City y  hasta Nueva York, colaboradores y contribuyentes indispensables para la causa de Cuba Libre. Ejemplos sobran.
 
Lector de tabaquería.

Pero, ¿cómo comenzó todo? ¿Cuándo surgió la lectura de tabaquería y su protagonista, el lector? Hay variadas fuentes de información pero, sin duda el sabio Fernando Ortiz, tercer descubridor de Cuba y el viajero Jacinto Salas y Quiroga, son los puntos de partida incuestionables  para la información de los orígenes de este justo patrimonio intangible de la nación.
Quiroga, joven  intelectual de La Coruña visitó nuestra isla en 1839 y al año siguiente publicó en Madrid su libro Viaje a Cuba, de su recorrido por los campos de La Habana, en los cuales visitó ingenios y cafetales. Sobre estos últimos describió detalladamente el proceso de recolecta y escogida y escribió:
“Una de las operaciones últimas del café consiste en colocar sobre tan espaciosísima mesa, grandes cantidades de grano y varios negros, sentados de un lado y otro, escogen sus diferentes clases (…) Cuando nosotros entramos en silencio sepulcral (en la habitación) reinaba allí un silencio que jamás es interrumpido (…) Cerca de ochenta personas entre .entre mujeres y hombres,  hallábanse ocupados en aquella monótona ocupación.
“Y entonces se me ocurrió a mí que nada más fácil habría, que emplear aquellas horas en ventaja de la educación moral y aquellos infelices seres. El mismo que sin cesar los vigila podrá leer en voz alta algún libro (…) y al mismo tiempo que templase el fastidio de aquellos desgraciados, les instruirían de alguna cosa que aliviase su miseria. Pero, es doloroso ver el marcado interés que hay en conservar más y más bruta a esa clase de hombres a quienes se trata peor que los caballos y los bueyes.”
Podría ser ese el primer antecedente de la lectura y el lector de tabaquería.
Corren algunos años y coincidiendo con el desarrollo de la producción de tabacos, después de 1860, Nicolás Azcárate, político liberal cubano, como director del Liceo de Guanabacoa, abrió allí la primera tribuna pública que existió en Cuba y por la cual desfilaron varios hombres de letras; cerca de Azcárate estaba el obrero asturiano, que aprendió en cuba el oficio de tabaquero,  Saturnino Martínez, un verdadero líder obrero de su época y autor de numerosas poesías y artículos publicados el semanario proletario “La Aurora”. En el Liceo, Azcárate se refirió alguna vez a que en ciertas órdenes religiosas unos de sus miembros leía en voz alta en el refectorio mientras el resto de la comunidad almorzaba. Sus palabras encontraron eco en los oyentes del Liceo, obviamente Saturnino Martínez las asumió en favor de los obreros y  de es forma de lectura. Por las fechas se reconoce que la lectura primero fue introducida en las galeras de prisión  de trabajadores “cigarreros” que había en el Arsenal del Apostadero de La Habana, y de allí pasó a los talleres de tabaquerías.
Al respecto dice el sabio cubano Fernando Ortiz, en El contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar que, según el  Reverendo Manuel Deulofeo, donde primero hubo un lector de tabaquería fue en la villa de Bejucal, en 1864, llamado Antonio Leal. Y que: “En La Habana la lectura se introdujo en las tabaquerías en 1865, a impulso de Nicolás Azcárate y fue la fábrica “El Fígaro”, la primera que permitió la lectura en sus talleres” Al año siguiente lo hizo Jaime Partagás en su taller. Luego serían muchas más.
“¡Pagar por oír hablar, pagar por oír leer!”, exclamaba muy pesimista el escritor  de (el periódico) El Siglo, pero su desconfianza fue infundada y en las tabaquerías se leyó cada día y los artesanos pagaron por leer”-escribe Fernando Ortiz.
Sobre su importancia dice el propio Fernando Ortiz: “Por medio de la lectura en alta voz el taller de la tabaquería ha tenido su órgano de propaganda interna. La primera lectura que se dio en una tabaquería de La Habana  fue la del libro titulado Las Luchas del Siglo.”
El sabio agrega: “La mesa de lectura de cada tabaquería fue, según dijo Marti, tribuna avanzada de la libertad. Cuando, en el año 1896, se agita Cuba revolucionaria contra el absolutismo borbónico y guerrea por su independencia, un bando gubernativo del 8 de junio de 1896 hace callar las tribunas tabaqueras.”
Pero, las lecturas y el lector de tabaquerías sufrieron vejámenes y suspensiones y amenazas por parte de las autoridades en distintas ocasiones. Se censuraron libros determinados y periódicos “inaceptables” por el colonialismo español. El gran opositor a esta modalidad cultural cubana fue el periódico “El Diario de la Marina” y le siguió semanario jocoso de  ”El Junipero”, burlándose del lector y sus escuchas.
La primera prohibición a las Lecturas de Tabaquería provino del Gobierno Político de La Habana y en su texto se disminuye la capacidad de entendimiento de los oyentes en forma ofensiva. Un párrafo decía: “Sucede también que de la lectura de los periódicos se pasa a la de los libros que contienen sofismas o máximas perjudiciales para la débil inteligencia de las personas que no poseen el criterio y estudio necesarios para juzgar con acierto las demostraciones de escritores, que pretendiendo cumplir la misión de instruir al pueblo, lo extravían muchas veces en grave daño de la paz de las familias”.
La lectura de tabaquería y el lector son figuras históricas cubanas que contribuyeron como pocas -en forma masiva-a elevar la cultura de muchas familias cubanas, ya que el tabaquero primero y los despalilladores (hombres y mujeres) después se llevaban a lo hogares la sabia del conocimiento y de sus gremios  y sindicatos después, surgieron importantes líderes cubanos, en uno u otro tiempo. Y aún siguen siendo activos consumidores  y vehículos populares de nuestra cultura y de la cultura universal. 


Tomado de Cubadebate

sábado, 10 de noviembre de 2012

Abriguito / crisálida



Aquí les dejo, acompañado por Onaji, de Audrey Kawasaki, una artista que dice preferir la madera, al igual que yo, y acompañado también por unos fragmentos de Raúl Hernández Novás, entrañable e intenso poeta cubano, este texto de mi libro La vida en otra parte


Abriguito / Crisálida

 (con Hernández Novás)

No has nacido.
Tricotando están por ti los menudos abriguitos
que has de usar sin descanso en los retratos.
Abriguitos que ya en mí se volvieron pequeños:
otoño es por vez sexta
y en el parque La Pastora hace el viento
su voluntad con los álamos.

yo te perdí, un día a la salida del colegio, en el parque
donde no hay nadie y a nadie se espera

Atrévete a nacer
y de otro haz tu parque y sé tú el abriguito
que contrasta las hojas:
azul si es flamboyán   amarillo si álamo
de la mano de padres
que un día encontrarás tan solo en sus retratos.

y allí todos los vientos se bifurcan 

Atrévete a crecer sin darte cuenta
como mismo hice yo   –o al menos he intentado–
en la misma ciudad inencontrable
detrás de los espejos,
abriguito que ensancha haciéndole lugar al corazón
bajo el muérdago espera
su día de febrero en otro parque,
su día aún no nacido
mas tejido por manos que le anteceden siempre.

y luego (...) las calles se encogieron por fin,
y tú partiste hacia otros juegos

Y atrévete a morir cuando llegue ese día
tiritando en tu abrigo   levemente cansada
preparando palabras 
aguardando en la helada una señal...

Es mi abrigo distinto  
son hermosas mis manos.

Si quieres oir algo, busca esta joya que no me cansaré de oir, cantada por el inmenso Van Morrison y titulada nada más y nada menos que The Philosopher's Stone, o sea., La Piedra Filosofal. Van Morrison es un cantante, compositor y músico norirlandés, considerado por su característica voz y el mestizaje de la música folk, blues, country y gospel que frecuentemente realiza en sus canciones, como uno de los cantantes y músicos más influyentes de la música contemporánea. De él se ha dicho que «ningún hombre blanco canta como Van Morrison».

miércoles, 7 de noviembre de 2012

La invisibilidad del editor



Como yo misma soy editora, fascinada no solo por el trabajo, sino por las intrigas de pasillo, les pongo este interesante post sobre el oficio, que tomé del blog Verba volant, scripta manent, aquí les dejo el enlace. Una editora cubana, Denise Ocampo, también me mostró una vez hace un tiempo un excelente trabajo: "La insoportable invisibilidad del editor", parodiando el título de Kundera, que intentaré encontrar y postearles.
Haré una aclaración que me parece imprescindible: el buen editor no debe verse, o sea, no debe ser percibido por el lector, para que entre otras cosas no se rompa el "contrato de verosimilitud", imprescindible para la ficción. No se habla en este artículo sobre esto, sino sobre la imperdonable costumbre de obviar la figura del editor en los créditos de los libros. Mi nombre aparece en los más de 100 títulos en los que he trabajado directamente junto al autor: este mal no ha llegado, y confío en que jamás llegue, a la industria editorial cubana. 
  
El editor es una figura profesional invisible para el lector; este solo ve al autor, a menudo también al traductor, y comprueba que alguien debe imprimir el libro pero no suele reparar que detrás hay un equipo de profesionales subidos a un andamiaje coordinado por el editor.
De jovencito leí mucho los cuadernos de Mafalda editados por Lumen. En la penúltima página siempre aparecía la imprenta. Yo tenía entonces la sensación que entre Quino y el señor de la imprenta se lo cocinaban todo, siendo la editorial una mera fachada comercial. Puede que con Mafalda la cosa funcionara exactamente así –afortunadamente los bocadillos exhibían sus argentinismos intactos– pero con la inmensa mayoría de los libros siempre había alguien en la sala de máquinas, alguien que nunca subía a cubierta.
Hace unos días, en un interesante debate en el hilo de comentarios de uno de los últimos artículos de la Patrulla de Salvación, la Sargento Margaret dijo que el editor debía seguir oculto y sin aparecer ni en la portada ni en la página de créditos de los libros. Opino lo contrario: la invisibilidad está en la raíz de algunos de los problemas de la edición profesional. Esa invisibilidad es inimaginable en otras industrias que se dedican a contar historias: en los títulos de crédito del cine aparece el nombre del extra más insignificante, del becario más torpe, incluso el nombre de ese actor de tercera desaparecido en el montaje final por caprichos del director o limitaciones de metraje. Lo que en un libro cabría en media página en el cine necesita de minutos, muchos minutos. El tiempo es muy caro en el séptimo arte, mucho más caro de lo que el papel siempre ha sido en la edición, pero mientras en el cine se nombra incluso a los que no salen, en el libro se esconde a actores clave del proceso. Es industrialmente incomprensible.
No creo que sea un alarde de discreta modestia; entender el trabajo editorial como un sacerdocio intelectualmente superior es oscurantismo snob. También podría ser simple inercia: el editor profesional aparece en el siglo XVIII –antes no existía y se imprimía todo a pelo– y suele ir asociado al de librero e impresor, un lujoso 3 en 1 que será la delicia de los directores financieros cuando se den cuenta que un buen editor de mesa bien digitalizado es capaz de hacer las tres cosas. La labor editorial se separó de la industrial durante el siglo XIX, aunque su emancipación total no llegó hasta el XX. Este accidente causado por la genealogía de la profesión no puede ocultar la desidia: nadie se ha preocupado de mostrar ante el público el valor añadido que el editor aporta al libro. A los empresarios del libro nunca les importó y a los grandes editores de culto el reconocimiento del populacho debía parecerles poco decoroso e incluso embrutecedor. Entre medias, legiones de editores subalternos sólo recibían el reconocimiento de un salario mediocre. Hoy todo sigue igual.
¿Qué más da que nosotros glosemos la onanista importancia del editor si nadie más la percibe? ¿Cómo queremos que el lector aprecie la importancia de la edición si no trasciende ni el proceso ni sus actores? En una cruel ironía ha aparecido un nuevo personaje en los créditos de los libros: hoy en los ebooks, en vez del impresor, vemos al conversor digital, un parásito tecnológico que se aprovecha de la inmadurez industrial del ramo que, en vez de darle la vuelta a su proceso productivo, lo parchea para seguir navegando en un barco que achica cada vez más agua.
El problema se hace extensivo a otros muchos profesionales: al traductor no siempre se le trata bien, aunque suele aparecer en los papeles; los lectores profesionales y los comités de lectura son casi una logia secreta; los correctores ortográficos y de estilo no aparecen si no les retratan sus inevitables errores y entonces solo pensamos en ellos como entes abstractos; el director editorial aparece en medios más o menos especializados para hacerse la foto con los autores de relumbrón pero nada sabemos de su labor; el editor de mesa anda perdido en montañas de correcciones, de capítulos enteros reescritos, de tardes de discordia y psicodrama con autores heridos en su orgullo. A los negros[1] literarios se les trata casi tan mal como a sus trasuntos de plantación del siglo XVIII, a diferencia de sus primos anglosajones, que disfrutan de cierta relevancia y consideración; no por casualidad fueron los primeros en abolir la esclavitud.
Quiero saber quién recomendó la publicación del libro que estoy leyendo, incluso el por qué; quién lo editó y hasta qué punto es también suya la autoría de lo publicado; quién llevó a cabo las correcciones; si hubo el concurso o no de negros, especialmente cuando quien firma es un famoso de reconocida cortedad de entendederas. Quiero saber todo esto, y más, por dos motivos: para pagar más a gusto lo que leo y para atribuir los aciertos a quien corresponda. Para que cada palo aguante su vela.



[1] Negro, en el argot editorial, es el editor al que se paga para escribir la obra cuando el autor no cuenta con conocimientos literarios suficientes. Es muy frecuente en las memorias, por citar un ejemplo.

Marie Curie: diez veces la primera





Inteligencia, rigor, voluntad, imaginación, pasión… fueron algunas de las cualidades de Marie Curie, la primera mujer en ganar el Premio Nobel. Pero hubo más cosas en las que fue pionera. Las enumeramos a continuación:
1. La primera de su clase cuando terminó a los 15 años los estudios de bachillerato (1883). Le otorgaron una medalla de oro.
2. La primera mujer graduada en Física en la Universidad de la Sorbona. Aquel año (1893) solamente dos mujeres se graduaron en toda la Universidad de París. Marie fue, también, la primera de la clase.
3. La primera persona en utilizar el término radiactividad (1898).
4. La primera mujer en Europa que recibió el doctorado en Ciencias (1903).
5. La primera mujer en recibir un Premio Nobel de Física (1903). El galardón le fue otorgado, conjuntamente con su esposo Pierre y con Henri Becquerel, por el descubrimiento de la radiactividad.
6. La primera mujer que fue profesora y jefe de laboratorio en la Universidad de la Sorbona (1906).
7. La primera persona en tener dos Premios Nobel. El segundo sería de Química, en 1911, por haber preparado el radio e investigado sus compuestos.
8. La primera mujer que fue miembro de la Academia Francesa de Medicina (1922).
9. La primera madre Nobel con una hija Nobel. En 1935 su hija Irene obtuvo el galardón en Química.
10. La primera mujer en ser enterrada bajo la cúpula del Panteón por méritos propios (1995).


Tomado de Cubadebate