Barbara Kingsolver |
Esta novelista y poeta, bióloga de formación, escribió una de las grandes obras maestras que versan sobre el colonialismo; en este caso, la recién iniciada y convulsa emancipación del colonialismo belga en el Congo de Patricio Lumumba.
La Biblia envenenada está contada por cinco voces distintas. Es 1959 y las cuatro hijas de un misionero y su esposa han llegado desde Georgia para acompañarlo en una obra evangelizadora que termina (pues comienza) siendo inútil. Sin entender qué es África y qué hacen allí, mucho menos al trasnochado patriarca que las arrastra a un destino amenazador, cada una relata quién es y qué termina siendo, pues esta es una historia, definitivamente, sobre la conversión.
Nadie podía hablar sobre la poderosa naturaleza del Congo y sobre la brutal y persistente herida del colonialismo si no lo vivió en primera persona. Esto es más que una historia, un testimonio. Es por la brillantez de su prosa y su tema apasionante que ha sido traducido a varias lenguas y es un éxito de ventas.
Te propongo, como siempre, un fragmento de esta novela que, como el alacrán azul, pica y salva. Si extrañamente no quedara en los anaqueles de tu memoria, al menos resultará una lectura fascinante.
Día uno en el Congo, y mi flamante vestido de hilo verde hiedra,
acampanado y de botones cuadrados de madreperla, ya estaba hecho un desastre. Estábamos tan
estrechos que no había sitio para respirar, si es que pretendías hacerlo, pues lo más
posible es que contrajéramos todos los gérmenes que existían en ese lugar. Otra cosa que
deberíamos haber traído: Listerine. Un cincuenta y cinco por ciento menos de resfriados. Un
rugido de voces y de cantos de extraños pájaros me bombardeaban los oídos y me atiborraban la
cabeza. Soy muy sensible a cualquier tipo de ruido, y eso y aquella luz tan brillante me
daban dolor de cabeza, aunque el sol, al menos, había bajado un poco. De otro modo probablemente
habría seguido el ejemplo de Ruth May y me habría desmayado o vomitado, sus dos grandes
hazañas del día.
Sentía un pellizco en la nuca, y el corazón me batía como un tambor. Habían
encendido una horrorosa y rugiente hoguera en un extremo de la iglesia. Un humo grasiento
flotaba sobre nuestras cabezas como una red bajo el techo de paja. El olor era tan fuerte
que cualquier animal conocido se habría ahogado. En el interior de aquel fuego de un vivo
naranja distinguí la silueta de una cosa oscura que daba vueltas y estaba atravesada de parte
a parte, con sus cuatro rígidas patas abiertas, como pidiendo ayuda. Mi intuición femenina
me dijo que mi destino era morir allí y esa vez, sin que ni siquiera mi madre me pusiera
la mano en la frente para ver si sudaba. Pensé en las escasas ocasiones en que había intentado –lo
admito– provocarme fiebre para no tener que ir a la escuela o a la iglesia. Ahora
un verdadero fuego me golpeaba las sienes, todas las fiebres que había deseado tener me
invadían por fin.
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