Esta primera entrada es una
reverencia a dos monstruos poéticos. Ted Hughes y José Watanabe, que acaso no
necesitan presentación. El primero es uno de los mejores poetas que he leído. Uno
de esos poetas con los que se toca cielo y fondo. El cine representó su
complejo matrimonio con Sylvia Plath en la película
Sylvia. La vida y la obra de Hughes, que murió en 1998, estuvieron
tan cargadas que remito a los transeúntes de la noche a la excelente entrada
que le dedica la Wikipedia. José
Watanabe también es un clásico muerto. Hughes
pass away, en 1998 y Watanabe en el cercano 2007. A este último lo descubrí
en la selección de poemas que le hizo Casa de las Américas y que anda por las
librerías de Cuba. Fue llamado poeta sabio por su dominio del haiku, que expresa,
entre otras cosas, un “mirar por mirar”, una mirada ajena a la prisa de vivir. El
inglés y el peruano hijo de japonés comparten la misma balda de mi librero como
compartieron el fascinante tema de la belleza y la violencia en la vida
natural. De ese tema les traigo esta curiosidad: dos poemas muy parecidos y a
la vez distintos. Hughes mira a su anguila con los mismos ojos con que Watanabe
mira a un lenguado. Y la gata de mi amigo Cristian, que ha aportado estas imágenes,
nos mira a todos. El tema de Leonard Cohen
In my secret life se deja escuchar
muy bien... Buenas noches, Cuba; buenas noches mundo.
Una anguila
Ted Hughes
I
Lo más raro es su cabeza. Esa cúpula
que cubre el cerebro
madurada de forma extraña, como una
carlinga hinchada
con un cargamento enorme. Como
glándulas lobuladas
de enorme sensibilidad. Qué extraña
es la cabeza de la anguila.
Ese fruto de la evolución, abultado
y brillante como una ciruela.
El morro es como el rostro
aplastado de una zapatilla,
la boca es una mueca sonriente y
mecánica
de depredador frustrado. Y el iris
es como oro sucio,
destilado solo lo justo para
distinguirlo
del lodo oliváceo de su cuerpo,
de los grumos y granos negros. Y
ese ojo prematuro,
con la órbita más grande y con una
visión más difusa,
situado detrás del ojo, más pálido,
más ciego,
vuelto hacia dentro. Su joroba de búfalo
antecede su avance asombroso.
La aleta pectoral en medio del
hombro, concesión
a la vida de pez, se oculta
pegada a su envoltorio: la piel de
debajo
muestra la pálida desnudez de las
profundidades de la anguila
igual que el vientre, que es como
una perla opaca.
Lo más raro es esa piel que parece
una huella dactilar,
ese tejido gomoso
que la mantiene aislada. Todo el
cuerpo
tiene ondulaciones identificativas.
Aquí está,
hace flotar los sargazos
con su deseo secreto. Su vida es
una celda
aislada del mundo. Su paciencia
es universal y la favorece el amor
de las estrellas inclinadas, como
si ella
fuera la única inicial de la Tierra. A solas
con sus millones de años, es el
peregrino de la luna,
la monja del agua.
El
lenguado
José Watanabe
Soy
lo gris contra lo gris. Mi vida
depende de copiar incansablemente
el color de la arena,
pero ese truco sutil
que me permite comer y burlar enemigos
me ha deformado.
He perdido la simetría de los animales
bellos,
mis ojos y mis narices
han virado hacia un mismo lado
del rostro.
Soy un pequeño monstruo invisible
tendido siempre sobre el lecho del mar.
Las breves anchovetas que pasan a mi lado
creen que las devora
una agitación de arena
y los grandes depredadores me rozan sin percibir
mi miedo. El miedo circulará siempre en mi
cuerpo
como otra sangre. Mi cuerpo no es mucho. Soy
una palada de órganos enterrados en la arena
y los bordes imperceptibles de mi carne
no están muy lejos.
A veces sueño que me expando
y ondulo como una llanura, sereno y sin miedo, y más grande
que los más grandes. Yo soy entonces
toda la arena, todo el vasto fondo marino.